Este es el resultado de mi primer intento por editar un texto propio. Ahora me enfrento a una disyuntiva pues me doy cuenta que será difícil quedar satisfecho. Cada vez que lo leo encuentro una mejor palabra, nuevas combinaciones para estructurar ideas, puntos y comas que faltan o sobran.

El texto original lo pueden encontrar en este mismo blog No volverá a suceder



No volverá a suceder


En la taberna de Asad no había cabida para el orden natural, ignorando al Sol y la Luna las noches empezaban temprano y terminaban tarde. No siempre fue así, al principio fue un lugar discreto que recibía a viajeros que se dirigían o volvían de Zamora, capital del comercio en Occidente. En sus primeros años el éxito de la taberna radicó en su ubicación, se encontraba a las afueras de la ciudad en el que pocos se aventuraban a pasar la noche, no en vano se le conocía como “la ciudad de la maldad”. Al poco tiempo la taberna se convirtió en consecuencia de su entorno. Su principal clientela la conformaban ladrones, asesinos y mercenarios. Se permitieron y fomentaron los excesos que de vez en vez resultaban en pleitos en los que las diferencias se resolvían con la muerte del menos diestro o de quién llevaba el peor acero.

Los rayos del Sol alcanzaban una pared de la habitación, resaltaban el mal estado en el que se encontraba la madera, para ella era desagradable a la vista y a los sentidos. La humedad trasminaba sus huesos.

Al pasar la lengua por detrás de los labios saboreó su propia sangre, tenía cuatro días que no probaba ese sabor. Le tomo un par de minutos ubicarse, se sentía aturdida, la bebida provocaba estragos en su cabeza, afectaba sentidos, percepción y equilibrio.

Intentó incorporarse apoyándose en el codo, percibiendo el suelo extendió la mano para alcanzar la cama, el dolor se hizo presente en distintas partes del cuerpo, acentuándose en los muslos y brazos, con dificultad se puso de pie con ayuda de la cama, el intenso dolor la hizo sentarse en ella. Se tomó un par de minutos para despejarse, no podía recordar lo sucedido, el cuerpo molido a golpes no se lo permitía. Pasó una mano sobre su ojo para evaluar el daño, lo comprobó inflamado. Con el dedo índice hizo lo propio encontrando sangre seca bajo la nariz y en la comisura de los labios. Con ambas manos sobre la cama y su vista perdida, descubrió en el piso una botella de vino, tres tarros y sus prendas hechas jirones, testigos mudos de lo que había ocurrido la noche anterior.

Recordó la noche en que juró que no sucedería de nuevo, jamás le creyó a Asad cuando éste, sosteniendo sus manos, le dijo que no permitiría que otro cliente la golpeara de nuevo, con ver sus ojos ella sabía que mentía, su única preocupación era que sus muchachas no tuvieran moretones visibles que pudieran desagradar a los clientes. Ella lo miró a los ojos sin pronunciar palabra. Su consuelo más bien parecía una burla, ¡como si tuviera opción!

Esa noche parecía tan lejana. El dolor en su cuerpo la devolvió al presente cuando se puso de pie, avanzó dos pasos con dificultad, con lentitud se inclinó para levantar la fina cadena que en la noche anterior descansaba sobre su cadera y que en la parte delantera una breve tela con transparencia sugería lo que debería cubrir. Se puso de nueva cuenta la ornamenta, mientras la cerraba sobre la cadera recorrió el cuarto con la mirada, descubrió un baúl volteado, los cojines que adornaban la cama se encontraban en el suelo, en ese momento recordó haber escondido la daga dentro de uno la noche anterior.

Con firmeza, Asad tomó su mano y la guió por el pasillo, bajaron las escaleras para llevarla a una de las mesas frente a la cocina, la invitó a sentarse y con una sonrisa desapareció detrás de la puerta.
A los pocos minutos salió con un tarro de cerveza, pan y queso, lo puso frente a ella y se sentó a su lado sin dejar de mirarla. Ella clavó la mirada en el plato, volteo a verlo. Él alternaba su vista de los pechos de la joven a la cara. Después de un silencio incomodo tomó el pan llevándoselo a la boca. Su dueño le acarició la mejilla, acercó el tarro invitándola a beber. No era fácil que pudieran comer queso. El hambre terminó de vencer su orgullo, comió con la ansiedad de un mendigo. Ignoró la mano sobre la pierna, no le importó sentir ese toque áspero y sucio en el muslo. No volteó ni siquiera cuando alcanzó su entrepierna. Esa noche le hizo compartir la cama.

Con una rodilla en la cama la muchacha alcanzó el cojín en el extremo opuesto, aturdida no entendía por qué no pudo defenderse, no recordaba si lo intentó siquiera. Al palpar la fina tela de oriente recordó una noche distinta a la que acababa de sobrevivir, sintió la dureza del objeto oculto, introdujo la mano y tomó la daga, la sujetó con tal fuerza que su puño se tornó blanco.

Una y otra vez se cuestionó por qué lo permitió, cómo es que sucedió de nuevo. Permaneció hincada en la cama sin encontrar respuestas. En un intento por despejar su mente abandonó la habitación. Ayudándose de la pared recorrió el pasillo hasta las escaleras. Cada escalón que descendía aumentaba el impulso de llorar, se sentía sola. No había nadie despierto aún. Quería comer algo pero tenia el estómago revuelto. Con el peso de su cuerpo abrió las puertas que ocultaban de los clientes las condiciones en las que se encontraba la cocina. Al interior torres de platos sucios permanecían a la espera de que las mismas bailarinas los lavaran por la mañana. Sobre la plancha se encontraban restos de animales muertos, la sangre escurría llenando baldes y agrediendo al olfato de la muchacha. Al otro lado se escuchaba el movimiento de las gallinas dentro de las jaulas. Se acercó a la olla más grande esperando encontrar sobras de algún platillo. Era enorme, dentro de ella cabían dos personas sin dificultad. Lo sabía pues le había visto utilizarla metiendo a dos chicas en ella para su diversión. Despedía un olor fétido que avivó su nausea. Se llevó una mano a la boca intentando contener las arcadas y abandonó ese lugar.

Al salir encontró las mesas y sillas dónde a cambio de hospedaje y comida servía bebidas cada noche. Por unas monedas se veía obligada a llenar los tarros de los clientes desde cinco años atrás. Con ambos puños se apoyó en una de las mesas. En su mente esos rostros grotescos, las burlas, las carcajadas, los abusos y los excesos. Era frecuente el cliente que creía que, al ser atendido por la muchacha, tenía licencia para otro tipo de libertades con ella. Libertades que por el precio adecuado, Asad concedía. Si traían dinero consigo el tabernero les permitía cualquier cosa, incluyendo pasar la noche en compañía. Si estaban ebrios, si eran ladrones o asesinos, todo era secundario.

A punto de quebrarse recordó su promesa de no volver a derramar una lágrima. Mirando hacia la barra casi podía ver a Asad detrás de ella, con esa sonrisa cínica, riendo a carcajadas, aprovechando cualquier oportunidad para tocar sus nalgas y asignando tareas que de vez en vez la hacían pisotear su dignidad.
Subió las escaleras, caminó por el pasillo hasta la puerta del fondo, con ese peculiar andar consecuencia de su voluptuosa figura. Parecía haber olvidado el dolor, se detuvo unos segundos frente a la puerta, con delicadeza tocó pero no escuchó sonido alguno, insistió con mayor fuerza. Por respuesta una maldición al otro lado de la puerta. El sonido de pasos, del cerrojo desplazarse. Un temeroso Asad entreabrió la puerta y la atrancó con su pesada humanidad. Al encontrar a la mujer casi desnuda el temor en su rostro fue sustituido por una viciosa sonrisa. No le sorprendió el ojo hinchado, ni la sangre en nariz y boca, ni los moretones, rasguños y mordidas en brazos y piernas. Desde que recibió la plata de ese hombre y les vio subir las escaleras, sabía que le darían otra golpiza.

La hizo pasar, ella mantuvo sus brazos abajo. La recibió desnudo, tomándola de un brazo la atrajo hacia él para abrazarla. La muchacha pudo sentir su voluminoso estómago contra ella, su cuerpo lleno de pelo. La enorme mano de Asad tomó la suya y la guió hacia la cama. Ella lo siguió dócil, la otra mano detrás apenas sobre sus nalgas, su puño sujetaba la daga con tal fuerza que se tornó blanco.

Mientras el hombre acariciaba su mejilla escuchó su rasposa voz -"No volverá a suceder". Esta vez ella sabía que era verdad...


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'No volverá a suceder' by José Francisco Dávila is licensed under a Creative Commons Atribución-No comercial-No Derivadas 2.5 México License.
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