Después del intenso calor llegó casi de manera inmediata y sin aviso la temporada de lluvias. No recuerdo alguna otra ocasión en la que lloviera de manera tan intensa como este año. Con excepción de algunas horas durante la mañana llovía prácticamente todo el día y toda la noche.

Esa tarde salí de la oficina apurado para alcanzar a un amigo que me daría aventón a la casa. De lo contrario me esperaba un sauna en el Metrobús y 20 minutos de caminar bajo la lluvia brincando charcos que pretendían ser lagunas, si bien resultaba incómodo al menos bajaría de peso. Caminé a paso veloz sorteando a personas más precavidas que yo que, anticipando la situación, cargaban consigo un paraguas. Con o sin lluvia resultaba un fastidio cruzar la Zona Rosa de la Ciudad de México debido a la conglomeración de almas nacionales y extranjeras que daban a la metrópolis su carácter cosmopolita.

Después de sobrevivir a la zona de mayor afluencia, al cruzar Florencia, caminar por las calles resultaba algo un poco más normal, se podía caminar por la banqueta sin tener que abrirse paso entre la gente. A pesar de ser una zona poblada de bancos, dependencias gubernamentales y oficinas empresariales; en la calle de Hamburgo se puede encontrar una que otra casa aislada así como fondas o locales particulares, sin embargo mi pensamiento estaba más en mis calcetas mojadas que en mi alrededor.

Fue en el portal de una de estas casas donde una visión me provocó un nudo en el estómago. Estuve a punto de tropezar con él, me tomó un par de segundos entender ese bulto que tenía a mis pies. Un hombre sentado en el peldaño de una casa de espaldas a mí, encogido, metido entre sus rodillas refugiándose de la lluvia. Su cabello parecía estar hecho por trenzas de mugre de un metro de largo, cubría por completo su rostro, ese negro terroso se confundía con la chamarra la cual estaba en condiciones similares a sus rastas. No pude apreciar su complexión o algún otro detalle debido a la posición en la que estaba, pareciera que intentaba ocultarse cual si fuera el niño que cree que cerrando los ojos se vuelve invisible al mundo.

Reaccioné de la forma en que lo hace el común de la gente, me seguí de largo. Sin embargo al pasarlo volteé, seguía en la misma posición. ¿Qué esperaba? ¿Que se pusiera de pie y fuera detrás de mí? Algo en ese cuadro me hizo detener, apareció en mi ese lado que por algún tiempo intenté sepultar, el del artista. Deseé tener una cámara en mis manos. Sin darme cuenta me detuve a tres metros de él, dudé un instante en hacerlo, pero antes de que pudiera recapacitarlo saqué mi teléfono móvil. Si no contaba con una cámara al menos me llevaría una imagen en baja resolución, quería compartir esa visión con el mundo.

Me acerqué buscando el mejor ángulo para la fotografía, tendría que ser a corta distancia debido a las características tan básicas de la cámara integrada al teléfono. Caminé con pasos sigilosos, con la precaución de quien pretende sorprender a una presa para capturarla, después de todo el ejercicio de la fotografía es algo parecido, es capturar a alguien o algo en un instante, en el instante preciso. Sentí la adrenalina correr por mis venas al pensar que el sujeto pudiera estar drogado. Me apoyé detrás de una maceta buscando soporte para mantener fija la cámara.

Mientras buscaba la composición idónea para la toma un niño de no más de 12 años apareció a cuadro, miré por encima del teléfono esperando que se retirara. El niño no se apartó, buscó como sortear al vagabundo y tocó la puerta en tres ocasiones con toda la fuerza que pudiera haber en él. Al hacerlo, cual si fuera un Golem de piedra, el hombre se incorporó. Ignorando al niño giró sobre su eje y caminó hacia mí, todo sucedió en un segundo. Debía medir al menos 20 centímetros más de que yo. Me quede paralizado, apenas di un vistazo al niño y a su madre quien le daba alcance temiendo algún peligro por parte del hombre. El vagabundo me pasó de largo dejando una estela de olor con la que bien pude haberlo localizado dándole tres cuadras de ventaja. La madre del niño me sorprendió con el móvil en la mano, mirándome con mayor repulsión que al sujeto que acababa de abandonar el portal. Yo solo pensaba en mi fotografía.

Tuve el impulso de estrellar al niño contra el portal, patearlo en repetidas ocasiones en el suelo y hacer lo propio con su madre. Intercambié miradas con ella, por la forma en que me vio supongo que algo intuyó en mi mirada. Di la vuelta y continué mi camino bajo la lluvia maldiciendo a ese par, aquel que apareció en el instante preciso arruinándolo todo.

Otras entradas:

Costras de mugre
Tarde de lunes
Temporada de lluvias


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Comments (4)

Yolanda Valenzuela dijo...

Hay momentos que se escapan. Unos buenos y otros malos. Me gustò Jo. Pense que era continuidad a ls otras entradas. Besos.

Lilith Lalin dijo...

Ay que dolor!! yo lo he vivido y da un coraje!!...

Pero siempre habra otros grandes momentos

Un abrazo

Fernanda dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Fernanda dijo...

si bien no lograste la foto capturaste el momento con las letras, lo haces maravilloso, saludos.

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