El Sol ya no lastima mi piel, dejó de hacerlo hace años. Aunque para algunos pudiera parecer tedioso parte de la mañana se me va contemplando el horizonte desde la playa. Así lo he hecho durante las últimas semanas, desde aquel día en el que deposité un mensaje y la fe en una botella que arrojé al mar. Por días espero una repuesta de vuelta sin embargo ésta no llega.

Ante la incertidumbre y la impotencia me refugio contemplando el mar, pongo todos mis sentidos en él. Con el tiempo lo he llegado a conocer. Me gusta mirarlo, aprendo a escucharle. Ahora valoro éstos momentos y los hago míos. No siempre fue así.

Es curioso, el mar ha estado presente en momentos decisivos en mi vida, momentos en los que me he descubierto. Conocí el miedo cuando niño sobre una pequeña balsa improvisada con troncos. A la mitad de la noche, en medio de la nada. La oscuridad era tal que no era posible distinguir donde terminaba el agua y empezaba el cielo. Recuerdo haber escuchado una voz profunda que me abocó a un ser supremo, a lo eterno, a un dios al que se le teme. Mientras recuerdo ésto un objeto refleja los rayos del Sol devolviéndome de mis pensamientos.

Me pongo en pie y me acerco a la orilla sintiendo la arena caliente bajo mis pies. Se siente bien cuando alcanzo las olas aliviando la sensación de la arena. Doy unos pasos más, el agua llega a mis rodillas, solo tengo que extender mi mano para tomar la botella. Hay un papel enrollado dentro de ella. Tengo una gran expectativa al pensar en lo que puede haber dentro. Antes de que pueda averiguarlo otra botella alcanza mi pierna. Extrañado la tomo, volteo al horizonte y mi estomago se hace un nudo al descubrir decenas de botellas acercándose a mi. De manera repentina la excitación que me provocó encontrar la primera botella se convierte en angustia al descubrir el resto. Me siento rebasado.

Intento tomar el mayor número posible, las arrojo a la playa teniendo cuidado de no confundir la primera. De manera frenética busco alcanzarlas temiendo perder algún mensaje importante. Debo haber juntado unas tres docenas.

Salgo del mar sin saber por donde comenzar. Las muevo lo suficiente para que la marea no se lleve alguna de vuelta y agotado por el esfuerzo me dejo caer alcanzando la primer botella. Aun con la respiración agitada y sintiendo mi sudor salado recorriendo mi frente abro la botella y saco la hoja. Está escrita a mano. Lo que leo me golpea tan fuerte como mi realidad. El mensaje hace referencia a mi condición actual.

El mensaje no resuelve mi situación, pero me devuelve la fe. Me cambia el panorama por completo. Me toma unos minutos reponerme. Digiero el mensaje, le doy vueltas una y otra vez al mensaje original hasta adaptarlo y hacerlo mío. Con desesperación corro por la siguiente botella y la abro, extiendo el papel frente a mi y me dibuja una sonrisa de oreja a oreja. Frenético tomo la siguiente, y la siguiente, los leo todos y río al descubrir cada nuevo mensaje. De alguna forma estando solo establezco un diálogo con alguien más, con docenas de extraños que quizá tampoco sepan de mi, pero me hablan y me dicen demasiado.

Me doy cuenta que no soy el único en ésta situación. Que allá afuera, del otro lado del mar hay cientos de personas intentando comunicarse. Depositando su mensaje en una botella con la esperanza de que llegue a alguien, que encuentre un receptor que sepa apreciar sus palabras, que sepa escuchar.

Paso el resto del día leyendo y releyendo mensajes, completando el ciclo que alguien más inició. Cuando el Sol comienza a ocultarse descanso nuevamente en la arena para contemplar el mar. Me pregunto por esa persona que, desde su isla, recibirá mi botella y hará suyas mis palabras, por aquella persona que completará el ciclo que yo inicié. Es así que me sorprende la noche y mi cansancio me devuelve al sueño, reino donde habitan mis anhelos y mis pesadillas.

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Para mi fortuna cuento con éste espacio que es más fácil de difundir que una botella en el mar (apenas un poco). Aún valiéndome de la tecnología se que las probabilidades de que alguien reciba la botella son escasas. Aún recibiendo la botella no todos extraen la hoja, y es todavía más difícil encontrar quien, después de extraer la hoja, sepa recibir el mensaje.

Te doy las gracias por haber recogido mi botella y el mensaje dentro. Este mensaje y el resto de este blog son para ti. Son parte de quien soy yo y son parte de quien eres tú.

Por cierto, el contenido de la primera botella decía: "Náufrago: Si recibiste éste mensaje habrás encontrado tierra, que es mejor que navegar sin rumbo"

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[21] La cama luce tan vacía sin ti. La Luna pretende cobijarme pero no consigue lo que tus manos. Como cada semana vienes a mi con la madrugada del lunes. Apenas unos minutos después de que te dejo de pensar al terminar el domingo.

[20] "Veo gente muerta" Me dijo acongojado y al borde del llanto, apoyando los codos sobre las rodillas, mi amigo el embalsamador.

[19] Era demasiada carga, agotado me detuve en el camino a descansar y esperar a que alguno de los viajeros me ayudara. Los vi pasar, igual que al día y la noche.

[18] Algunas noches escapaba de la tumba para ir a ver su nombre en la placa conmemorativa. Desde que murió era lo único que lo hacía sentir vivo.

[17] Como especie y como individuos siempre hemos sido curiosos. Es así que evolucionamos. Algo así me provocas tú.

[16] Salió al balcón para despejarse y encontrar respuestas. Para su mala fortuna las estrellas a las que consultó solo tenían preguntas.

[15] A falta de pan les dieron circo. Satisfechos los ciudadanos se distraían en el coliseo mientras el Imperio se caía a pedazos.

[14] Lágrimas falsas, silencios hipócritas. Duelo por la inocencia. ¿Qué nos sucedió en el camino?

[13] Contemplando el fondo a la orilla del río encontró dos piedras preciosas. Con ambas manos las tomó. Se incorporó para marcharse no sin antes volver la mirada al río. Se sintió aterrado al no saber lo que estaba dejando ahí.

[12] Terminada su obra miró al cielo con melancolía. Su mensaje encontraría eco en cualquier lugar, pero no en cualquier tiempo.

[11] Manejar cientos de miles de dólares de la compañía para la que laboraba era cosa fácil. Lo que no conseguía era administrar su miserable sueldo.

[10] Se aproximó a la ciudad milenaria. Desconocía que la intención de la muralla no era proteger, sino aislar a la urbe maldita.

[9] La gente murmuraba a su espalda y se preguntaba cómo podía creer en la honestidad del sentimiento de su amada. Para él era claro. A diferencia de los otros a él no le cobraba. Esta vez tenía que ser real.

[8] La estatua en el jardín era a la vez maravillosa y terrible. Como en un trance observaba al niño sonriente y sin vida. Se obsesionó a tal grado que daría todo lo que poseía a cambio de averiguar el contenido de aquel libro de piedra.

[7] Empezaste bebiendo mi sangre. Después te entregué el corazón. ¿Qué más quieres ahora?

[6] Fe de ratas.

[5] Y así sin más, después de años de estancamiento, llegó el día en que todo comenzó a fluir.

[4] Rompió con su pareja sentimental en la comida, así lo decidió para no dar explicaciones sobre el motivo de sus lágrimas. Cuando todo terminó regresó al pantano, el cocodrilo en soledad.

[3] Sucede de vez en vez. Una de ellas asoma y decide arrojarse al vacío, las otras le siguen sin cuestionar. Nosotros le llamamos lluvia.

[2] El autómata no entendía la diferencia entre un ser animado y otro de su condición. ¿Qué tanta diferencia podría hacer el alma?

[1] Empecé a desconfiar de todos y de todo cuando descubrí que nada era real.

[0] "Renovarse o morir". Fue su legado para nosotros. Nos lo dijo en su lecho de muerte. Lo perpetuaron en su epitafio.


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Tres años. Tres años habían pasado desde aquel caluroso día de Julio en el que acepté un trabajo por un sueldo idéntico al que tenía. Para algunos sonará absurdo, sin embargo al trabajar en un colegio llega un momento en el que descubres que no hay hacia donde crecer. Sí, resulta atractivo el gozar las vacaciones del ciclo escolar, pero no deja de ser frustrante el hecho de que la siguiente promoción dependa de la muerte de alguien más. Otros factores a considerar fueron las prestaciones del nuevo empleo y la posibilidad de generar antigüedad en una empresa sólida.

Pese a mis buenas intenciones y mi empeño, el desarrollo que prometía ese nuevo trabajo jamás llegaría. Durante los primeros meses confiaba en que mis resultados traerían la inevitable promoción. Ésta nunca llegó. La crisis de 2009 fue el pretexto perfecto de nuestros superiores para rechazar cualquier solicitud de aumento y realizar recortes masivos. "Agradezcan que tienen trabajo. Hay empresas en las que están recortando los sueldos", eran las palabras que utilizaban y reprimían cualquier intención del trabajador. Pese a esto me mantuve con una actitud optimista, me consideraron para un plan de aceleración de carrera y en cada oportunidad me otorgaban pequeños incrementos. Aunque valoraba su intención distaba mucho de las expectativas que yo tenía.

Con los recortes de personal el trabajo aumentó para los que nos quedamos, no así nuestro sueldo. Mantuve la esperanza de que al terminar el 2009 las cosas mejorarían, la empresa ajustaría la nómina con base en nuestro desempeño y las nuevas responsabilidades. En ese entonces no lo sabía pero me quedaría esperando.

Finalmente mi paciencia se agotó y decidí actuar. Tenía algunas semanas alerta a nuevas propuestas, buscando por mi cuenta, preguntando a propios y extraños. Llegó el día en que obtuve una entrevista muy atractiva tanto en las labores a realizar como en lo económico.

Para mi buena fortuna la cita fue en el centro de la ciudad, relativamente cerca de mi trabajo anterior, la manera óptima para transportarme era el Metro por la cercanía de la estación a mi destino. Inventé un pretexto y salí temprano para evitar contratiempos. Salí con buen ánimo, muy despierto, con los sentidos alerta a todo cuanto ocurría a mi alrededor. Poniendo especial atención al folclore de la Zona Rosa, reflejo de una ciudad cosmopolita. Apreciando la belleza de la mujer mexicana y las extranjeras. Desplazándome entre alebrijes y quimeras hasta llegar a la glorieta de Insurgentes e ingresar al Metro.

Fue atinado el haber tomado precauciones con el horario, tuve que esperar 15 minutos antes de poder abordar un vagón sin tener que aplastar a nadie. De Insurgentes a Salto del Agua, transbordé en dirección a Constitución de 1917 para viajar una estación más hasta San Juan de Letrán. Perdí toda identidad y me mimeticé con un centenar de personas hasta que subí el último peldaño de la escalinata, pude apreciar el cielo y respirar nuevamente aire fresco, tan fresco como es posible en el DF.

El bullicio de los transeúntes, los gritos de los vendedores, los amplificadores anunciado productos piratas u originales robados -porque hay una gran diferencia, cualquier consumidor en su sano juicio prefiere comprar robado que comprar pirata- y un par de vendedores con magna voz intentaron captar mi atención, todos a la vez. Me tomó unos segundos sobreponerme a la locura y orientarme, doblé la primera esquina, me sentí aliviado al huir de todos por República de Uruguay. A medida que me internaba la aglomeración disminuía, la gente se encontraba dispersa por las amplias calles cerradas al tránsito vehícular, teniendo un poco más de consideración y respeto por el espacio vital.

Tenía tiempo de no estar ahí, fascinado admiré las construcciones, los edificios de piedra. Di vuelta en Bolívar, me encontraba a dos o tres cuadras de mi destino. Todo parecía tornarse mono cromático, de vez en vez se apreciaban detalles en plata y carmesí. Decidí que al salir de la entrevista me perdería en esas calles, en mis calles.

Omitiré los detalles de la entrevista, basta decir que me fue bien, bastante bien. El panorama se abrió ante mi, sepulté miedos, edifiqué sueños. Salí con buen ánimo, dispuesto a conocer más esas calles impregnadas de historia.

Entré a la librería Gandhi en la calle Madero, compré el libro "I-Ching: El libro de las mutaciones" de Richard Wilhelm que venía ampliamente recomendado por un buen amigo. Eso también formaba parte de un ciclo en el que las cosas comenzaron a fluir.

La mitad del cielo se tornó gris mientras la otra permitía apreciar el azul fundiéndose con tonos purpúreos y dorados que creaban juegos con las luces de los autos. Compré un café que tomé en la calle, me hubiera gustado compartirlo contigo. Los ambulantes levantaron sus puestos improvisados. Contemplaba a la gente deteniéndome en algunas personas que llamaron mi atención. La chica que lloraba. El vagabundo drogado. La señora vestida con prendas artesanales mexicanas. El oficinista del portafolio cerrando la jornada. Disfruté la diversidad.

Junto con la luz natural el café se agotó. Las farolas escoltaron mis pasos hasta el Zócalo. Recorrí Palacio Nacional por el exterior, igual que la Suprema Corte de Justicia y la catedral. El aire resultaba refrescante. Esperé a que el Sol terminara de ocultarse para abordar el Metro y volver a casa.

Esa tarde de lunes en el centro de la ciudad fue como volver a leer el Principito. Sin importar cuantas veces lo haya leído, cada vez que regreso me doy cuenta que no lo conozco del todo, quizá sea eso lo que me provoca volver a el.

En cuanto a mi México ya lo decía yo...extranjero en mi propia tierra.



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