Estoy convencido de que un cambio de actitud puede mejorar todo. Con algo tan simple como una sonrisa mi día cambiará de manera radical así como el de las personas que me rodean. Es tan sencillo, no entiendo cómo es que sonreír no se vuelve una práctica común.
Ideas más, ideas menos, fue lo que pensé en la regadera la mañana de lunes. Pude sentir el cambio antes de salir de casa aún sin haber interactuado con nadie. Mi ritmo de sueño y de trabajo había hecho que el desayuno fuera un lujo que pocos días podía darme, ese día fue uno de ellos. Huevo son salchicha y jugo de manzana, incluso tuve tiempo de lavar los platos. Serví de comer a los gatos y percibí detalles en ellos que dentro de la rutina había pasado por alto. Por ejemplo la forma en que interactúan, su compañía en la rutina por la mañana, verlos pendientes de mis acciones mientras esperaban su comida y verlos jugar mientras terminaba de alistarme. Con un yogurt, una barra nutrimental, un libro y una libreta salí decidido a enfrentar el nuevo día con una mejor actitud ante la vida.
En el camino hacia el metrobús pasé frente a un pequeño local, un grupo de señoras tomaba café, supongo terminaban su desayuno. El dueño del local colocaba las mesas al exterior del local, me miró con gesto duro y sin detenerme le sonreí. Desvió la mirada y continué mi camino.
Cuadras más adelante pasé frente al sitio de taxis del parque de
Tlacoquemécatl. Cuatro hombres platicaban mientras esperaban pasaje, todos fumaban. Les sonreí y asentí a manera de dar los buenos días, ninguno respondió. En lugar de eso suspendieron su conversación de forma abrupta, clavaron sus ojos en mí y dos de ellos dieron un par de pasos atrás obligándome a pasar entre el grupo. Como si se hubieran puesto previamente de acuerdo llevaron su cigarro a la boca al mismo tiempo, miré a cada uno sin quitar mi sonrisa y al pasar entre ellos miré al frente para evitar que lo tomaran como un reto y tuvieran el impulso de romperme la madre.
Le sonreí a toda persona que cruzó mi camino pero ninguno se percató, todos parecían llevar prisa. Algunos caminaban con la mirada al frente, otros la tenían fija en el suelo. Todos parecían estar demasiado ocupados en el trayecto cualquiera que fuera su destino.
Una cuadra antes de llegar al metrobús un ciego cruzó mi camino, quizá por el absurdo de sonreír a un ciego o quizá buscando que supiera que estaba ahí reí de manera involuntaria, nada escandaloso, pero mi risa no fue bien recibida. Volteó directo hacia mí posiblemente para hacerme saber que estaba al tanto y, quizá pensando que me burlaba de su condición, su semblante se tornó molesto. Me pareció curioso que me siguiera con la mirada aún después de pasar de largo.
Ingresé al metrobús. Por lo general procuro esperar el tiempo que sea necesario para abordar sin tener que aplastar a nadie pero después de 15 minutos decidí sacrificar mi comodidad a cambio de llegar a tiempo al trabajo.
Subí con mi permanente sonrisa, algunas personas me miraron raro pero eso no cambió mi semblante. Sentí una mirada penetrante y al voltear descubrí a una mujer aferrada a un tubo y con sus ojos muy abiertos y atentos a mí. Por supuesto le sonreí y ella, sin dejar de mirarme, se alejó en dirección al área exclusiva para mujeres. Torcí un poco la boca pensando en lo que pudo pasar por la mente de aquella mujer, seguramente que sería algún pervertido. No puedo culparla, de alguna forma tendría razón. Mis dudas se despejaron cuando descubrí a otras mujeres que acusaban y sentenciaban con la mirada a aquel pervertido del transporte público que osaba mirarlas con toda clase de pensamientos obscenos y sin poder disimular su perversa sonrisa. Temiendo que alertaran a la policía decidí voltear en dirección opuesta.
Aunque los varones no hicieron mayor problema tampoco recibieron muy bien mi sonrisa. Evitaban el contacto visual. Fueron 30 minutos en los que ninguno quitó la jeta. Estuve a punto de perder la sonrisa pero descubrir los bigotes de una mujer al frente mío me devolvió el buen ánimo.
Al llegar a mi lugar de trabajo las cosas mejoraron. Al saludar recibí muchas sonrisas de vuelta, pero fuera de los buenos días la sonrisa se convirtió en un elemento extraño a medida que avanzaba el día.
-¿Ahora tú que traes? - Comentó Ramírez.
-Nada, ¿por? - Contesté sin perder la sonrisa.
-Andas de cabrón ¿verdad? –Agregó-.
¿Ya te cogiste a la chaparrita?Me pareció divertido su comentario. Negué con la cabeza riendo y reflexionando en la forma en que el humor de las personas es relacionado directamente con el sexo. Me vinieron a la mente frases que escuché con anterioridad como
"necesita un acostón",
"anoche le tocó" u
"hoy toca" entre otras.
-Una apuesta a que voy al lugar de la chaparrita y trae la misma sonrisa. ¡Pinche Paquito! Esa si no me la sabía. - Agregó marchándose a la vez que estrellaba su palma en mi espalda sin darme oportunidad de responder.
La mañana pasó con normalidad. Poco antes de la hora de comida recibí una llamada de mi jefe, me requería en su oficina. Me presenté con la misma sonrisa que con el resto de las personas que habían cruzado mi camino ese día y debo haberlo perturbado pues me miraba extrañado y en lugar de
“Hola” dijo
“¿Qué?”. Comenté que no sucedía nada y pregunté qué requería. Me pidió afinar algunos puntos de un proyecto para el final del día pero por la premura con la que lo solicitaba le hice ver que los cambios no estarían listos. Respondió que mejor me diera prisa. Asentí con una sonrisa casi idéntica a la que tenía cuando entré. Sobra decir que me privé de comer pues de otra forma no terminaría el encargo. Transcurrió el día como tantos otros con la diferencia de los cambios de última hora que no eran pretexto para descuidar tareas y pendientes que arrastraba de antes.
Llegó la hora límite y me presenté con las modificaciones solicitadas. Abrí los archivos y comencé a explicar en que consistían los cambios más significativos. Pasaron algunos segundos cuando interrumpió mi ponencia para preguntar de qué me estaba riendo. Aclaré que no me estaba riendo de nada, que simplemente sonreía y preguntó por qué carajos lo hacía. Le dije que no tenía importancia, que no sucedía nada. Aflojó el nudo de la corbata, el cuello de la camisa y con voz agotada comentó que no nos estábamos entendiendo. Su reacción me pareció infantil. Sin saber cómo explicarme no pude contener una risa nerviosa ante tal absurdo pero sólo conseguí enfurecerlo más. Exasperado pidió que me retirara, agregó que revisaría el archivo, que cualquier duda me avisaría y que en otro momento hablaríamos de mi problema de actitud.
Salí tan tarde que el transporte público ya no operaba a esas horas. El estómago reclamaba mi compromiso con el trabajo pero mi irresponsabilidad hacia mí. Caminé buscando un sitio de taxis o algún lugar donde pudiera conseguir alimento, lo que sucediera primero. Encontré un bar y pensando que pudieran servir alimentos ocupé una de las mesas del fondo. Pedí la carta y encontré con agrado tacos y tortas dentro del menú.
Ordené unos tacos de bistec y pedí una cerveza mientras esperaba. La chica era agradable, sin embargo no tenía forma de estar seguro si su sonrisa era sincera o más bien parte de su trabajo. Debo haber estado demasiado cansado pues consideré preguntárselo. Me reí sólo y en la mesa de enfrente dos hombres me miraban con cara de pocos amigos. Pensando en las posibilidades de que algo más saliera mal procuré mirar en otra dirección, pero por algún motivo no quité la sonrisa. Eso pareció molestarles pues al voltear los descubrí con sus ojos fijos en mí, lo que me pareció absurdo o gracioso y mi sonrisa se hizo más pronunciada. Uno de ellos se puso de pie y se acercó a la mesa.
-¿Eres maricón? - cuestionó.
-No, no soy maricón. – respondí mirando directo.
- ¿Y tú? La botella se estrelló en mi cabeza, la cerveza corría por el cabello y cuello hasta mojar mi camisa. La silla en la que estaba sentado cayó al incorporarme y mientras sujetaba el brazo de mi agresor su compañero ya estaba de pie apartando la mesa para dejarse ir sobre mí a patadas.
La joven mesera y otras dos personas reaccionaron con prontitud quitándomelos de encima. Estaba aturdido con una mano en la cabeza buscando cristales incrustados en el cráneo. No entendí bien lo que sucedía pero pude ver que se llevaban a mis agresores. El primer hombre gritó
“¡Para que sigas sonriendo pendejo!”. Minutos después descubrí que lo que corría por el cuello no sólo era cerveza sino también mi propia sangre.
El dueño del lugar me acompañó al baño y me auxilió para evaluar el daño y asearme un poco. En ese momento me pareció muy amable pero de regreso a casa pensé que toda esa amabilidad respondía al temor de que decidiera denunciar lo que representaría problemas serios para su negocio.
Caminé poco más de una hora, llegué a casa casi a las dos de la mañana. El dolor de los pies era peor que el del golpe que recibí en la cabeza. Llegué al portón del edificio, subí los tres pisos, entré y me recibieron los gatos con la misma efusividad que tenían en la mañana. Fui directo al baño para examinarme en el espejo, tenía el cabello pegajoso y en los dedos pude sentir la sangre seca. Con ambas palmas llevé agua a mi rostro primero, luego al cabello y el cuello. Tomé la toalla, me sequé y entré en la habitación.
No quise encender la luz. Caminé al otro lado de la cama, las cortinas estaban abiertas y la luz de Luna se proyectaba al interior.
-¿Cómo te fue? – le escuché decir muy bajito con voz adormilada. Me acerqué y la besé en la frente. Me senté a su lado mientras enredaba mis dedos en su cabello. Sus ojos se entreabrieron buscando mi rostro. Le sonreí, me devolvió la sonrisa y se acurrucó en mí. Su piel tibia contra mi cuerpo.
Mirando por la ventana, con su sonrisa en mi mente y ella abrazada a mí, descubrí que después de todo el saldo era favorable. Estoy en paz.